lunes, 2 de junio de 2014

Marian y la luna

Para Flor de Perlas
Y también para Helena



Marian acababa de comprobar, gracias al reloj rosado suspendido en la pared, que habían pasado dos horas desde que sus padres se habían marchado a la cena del tío Antonio, cena que específicamente contaba con la restricción de no llevar niños. Luis y Andrea, sus padres, se habían encargado de cerrar las llaves de gas, poner candados en todas las puertas y, al final, acostar a Marian con los debidos pórtatebiennohagastravesurasduermeteyanotengasmiedo.

     Pero a Marian, hasta ahora, no dejaban de perturbarle los espontáneos goteos de alguna llave en la cocina, el crujir de la madera de algunos muebles y los lamentos nocturnos de algún somnoliento gato callejero. Cada que alguno de éstos o cualquiera que fuera el ruido aparecían, a Marian no le quedaba más remedio que sepultarse bajo las sábanas y esperar a que el calor fuera insoportable para tener que descubrirse y encontrar de nuevo estos inesperados y tenebrosos ruidos.

     Marian agradecía que al menos las cortinas blancas permitieran el paso de los rayos de la luna, que si bien no era precisamente tan grande como la que suele verse en octubre, no pedía nada en cuanto al halo luminoso que la circundaba y al plateado color que la envolvía.
     Sin embargo, Marian observó que, comparada con el insondable cielo oscuro, negrísimo, la luna sólo significaba una minúscula huella luminosa que –a diferencia de las estrellas que refulgían acompasadas, rítmicas, como si entre ellas mismas hubiera un acuerdo implícito sincronizado– se encontraba totalmente sola. Así que bajo un impulso bravío, Marian consiguió levantarse de la cama, abrió la ventana y trató, con un “psst, psst” apenas audible, llamar la atención de la luna.

     –¿Qué es ese sonido? –preguntó la luna mientras bajaba la mirada, escudriñando la ciudad hasta toparse con una pequeña niña.
     –Psst, luna, ven –continuó Marian, mientras la luna, poco a poco, bajaba hasta iluminar completamente de blanco la calle y la casa de Marian, hasta bañarla completamente de ribetes plateados que no cegaban.
    –Hola, niña, ¿qué pasa? ¿por qué me has llamado? Puff, hace ya muchos años que un humano trató de hablar conmigo.



Foto: Gabriela Rosales Zárate


     Marian explicó a la luna la fiesta en casa de su tío Antonio, las precauciones que sus padres le habían dado y los constantes temores nocturnos que brotaban con el más ínfimo ruido. La luna escuchó atenta, hasta que Marian le preguntó cómo es que hacía para no sentirse sola, para no tener miedo noche tras noche sumergida en ese inconmensurable cielo oscuro.

     –Hace muchísimos años, cuando no existía nada de lo que ahora conoces –respondió la luna–, yo me encontraba igual que tú. Sí, tenía miedo del estallido de cada trueno y de toda la oscuridad que envolvía a la tierra. Encontré a las estrellas, pero éstas jamás me hicieron caso, me ignoraban. Así que cuando era el momento de avanzar hacia la otra cara de la tierra, decidí esconderme en una cueva y no salir jamás. Durante un par de noches la tierra fue engullida por una oscuridad impenetrable hasta que, en uno de sus recorridos habituales, los rayos del sol me encontraron y, sorprendido, éste me preguntó qué era lo que sucedía, por qué no me encontraba suspendida sobre el otro lado de la tierra. Yo le expliqué todo  y el sol respondió que yo jamás había estado sola, que sus rayos me daban la fuerza necesaria para brillar. Dijo que a partir de ese día él y yo, en cada amanecer, en cada anochecer, platicaríamos sobre lo que yo había visto durante la noche y sobre lo que él había visto durante el día. Así dejé de tener miedo, entendí que jamás, bajo ninguna circunstancia, me encontraría sola.

     Marian lo entendió también, despidió a la luna agitando la mano hasta que ésta se elevó completamente de nuevo, y se acostó a dormir.

Desde entonces, cada vez que sus padres tuvieron que dejarla sola de nuevo, Marian recordó que durante cada anochecer y durante cada amanecer, con un poquito de atención, sería capaz de escuchar el permanente y susurrante diálogo entre el sol y la luna.


domingo, 2 de marzo de 2014

Chispa azul

Es toda una rutina la de llegar a casa y progresivamente desvestirse hasta caer vertiginosamente en la danza del tocadiscos. Es así como el blues de un minúsculo, casi invisible cuarto de universitario hace vibrar los que hasta ahora lucían salpicados sobre la pared, los retratos de los viejos. Éstos contonean las cejas, soplan tonadas tristes, bailan los que, cuando jóvenes, eran los blueses que los sorprendían prendidos al brazo de una morena radiante. Así que esta materia azul, la que pasó de los retratos colgados hacia los muebles y finalmente cubrió el foco, además de resucitar a los muertos, y casi multiplicar panes, hace que esas cuatro paredes llenas de calcetas sucias y novelas beats sean algo más que un departamento dentro de un edificio, de una colonia, de una ciudad, de un país, de un universo.




No, son algo más. Las paredes se tornan en una especie de contramundo. Un contramundo objetivamente real. Como el latir de un par de muslos, o como el ojo de un huracán.
Es decir, el blues da, a partir de lo que visto holísticamente sería una anodina mota de polvo, una dimensión real a toda esta supuesta realidad.
Y si aún existen estos chispazos, estos parpadeos muchas veces imperceptibles, significa que la eterna simulación bajo la que nos despeñamos no ha sido inútil.


martes, 1 de octubre de 2013

ANTICUARIO



Guadalupe está sentada sobre una pequeña silla de madera. Me acerco y me siento a su lado, sobre una caja. Ella esboza una ligera sonrisa y comienza a contarme cómo es que una mujer de 70 años puede sobrevivir, sola, vendiendo libros, muñecas, ropa y antigüedades, en un tianguis de la colonia Xilotzingo.


Son las dos de la tarde, el sol está en el cenit. La gente y los automóviles avanzan despacio sobre la banqueta y la calle, respectivamente. Música de distintos géneros se oye desde un puesto de discos pirata y, junto a él, decenas de puestos más ofrecen revistas, ropa, antigüedades, libros, muñecos y zapatos. Todos, usados. Si eres atento, podrás notar al único puesto que no posee una sombrilla que mitigue el sol. Si eres atento, podrás notar a una viejita con una toalla sobre la cabeza. Se llama Guadalupe Flores Reina y lleva 30 años vendiendo en este lugar.

“A veces me acuerdo, y siento que el tiempo pasa muy rápido. Jamás pensé hacer lo mismo todos los días, a todas las horas, en este lugar”, me dice mientras sonríe a los transeúntes que dan una barrida con los ojos a las muñecas sucias, a los libros maltratados de Verne, a la ropa usada. “Pero uno se acostumbra a todo. Uno se acostumbra hasta al sol, joven”, continúa.
Guadalupe nació en la ciudad de Ajalpan, Puebla. Fue la mayor de cinco hermanos, así que desde pequeña, sus padres, Guadalupe Reina Reyes y Marco Antonio Flores Martínez, encomendaron en ella la tarea de cuidar a sus hermanos, a la temprana edad de 6 años: “Yo cuidaba a Lonchito, mi hermano más chico, dándole mamila y cargándolo todo el día. Mis otros hermanos, Luisa, Miguelito y Regina eran tremendos, y yo muchas veces llegué a pegarles. A fin de cuentas era una mamá para ellos, una mamá chiquita”, cuenta Guadalupe y una risa estertórea le sale de la garganta. Se talla las manos arrugadas, con infinitas pecas, y continúa: “Mi mamá casi no estaba en casa, porque la mayoría del tiempo se la pasaba limpiando casas en otras colonias, y mi papá vendía semillas casa por casa. Así que, por cuidar a mis hermanos, tampoco tuve tiempo de ir a la escuela, cosa que de verdad me hubiera gustado hacer.”

Sin embargo, cuando Guadalupe cumplió 14 años, una tía proveniente de la ciudad de Tehuacán los visitó, y prometió ayudarlos económicamente,  tras el fallecimiento de su padre: “Yo en ese tiempo no entendí muy bien por qué mi papá se había muerto; sólo sabía que había bebido demasiado. Después supe de algo llamado <<cirrosis>>. Pobre. Sufrió mucho, y yo jamás lo supe, pero si eso fue lo que quiso para él, pues ni modo.” Pero su tía no sólo los ayudó económicamente, sino que, también, le propuso a su madre llevarse a Guadalupe a Tehuacán, a trabajar: “En aquella época era común que los padres regalaran a sus hijos. Hoy ya no se puede, porque estoy segura que te meterían a la cárcel; pero en ese entonces, sí. A pesar de que yo vi en mi tía Juana a una persona muy buena, me dio muchísimo miedo irme, dejar a mis hermanos, a mi mamá. Pero, también, tuve una inmensa curiosidad por conocer otra ciudad; además, claro, mi tía prometió enseñarme a hacer algo que yo siempre había soñado: aprender a leer y escribir”.

Así que Guadalupe, con todos esos miedos y esas curiosidades, partió hacia la ciudad de Tehuacán, Puebla, con su tía Juana. “Jamás he vuelto a sentir algo como la vez que pasé por el parque de Tehuacán por primera vez. Recuerdo que las campanas de la catedral sonaron, y yo me quedé parada ahí, en medio de todo, y me sentí muy feliz. Era una niña que conocía por primera vez un lugar distinto, a personas distintas”, me dice y en ese preciso instante una niña toma una muñeca pequeña, con los listones del pelo rotos, que Guadalupe vende, y, tras breves instantes, la  niña regresa a la muñeca en su lugar.

Tras su llegada a Tehuacán, Guadalupe comenzó a trabajar como lavaplatos en el Hotel Madrid de Tehuacán, lugar donde su tía era recepcionista. Ahí conoció a la dueña del hotel, Marina Galicia Garza, una española que, tras haber quedado viuda, decidió construir el hotel y quedarse a vivir en esa pequeña ciudad. Marina jamás había tenido hijas, así que apenas cinco minutos de conversación con Guadalupe la maravillaron y a partir de ese momento la cuidó como si fuese su hija: “Yo la veía y me resultaba increíble que jamás se hubiese vuelto a casar; era una mujer bellísima. A pesar de que mi tía siempre había sido cariñosa conmigo, en la señora Marina sentí una verdadera confianza, un lazo muy profundo y vivo. Incluso la señora Marina fue quien terminó por enseñarme a leer y a escribir”, me dice mientras alcanza un libro desgastado; en la pasta no se lee el título, pero se distingue un <<G. Lorca>>. “Cuando aprendí a leer bien, este libro me lo regaló la señora Marina. Era su favorito. No me gusta la idea de venderlo, pero sí me gustaría que alguien más pudiera leerlo algún día”.

Cuando Guadalupe tenía 22 años, su tía Juana murió de un paro al corazón. La noticia cayó intempestiva sobre Guadalupe, y se sintió profundamente triste, porque, a pesar de que Guadalupe quería más a Marina, la tía Juana le dio la oportunidad de conocer a Tehuacán y, con ello, a personas como la propia dueña del hotel: “A mi tía Juana la extraño mucho. La recuerdo detrás del mostrador de la administración, sonriente. Yo siempre la vi sana. Un día la encontraron los huéspedes tirada a mitad del lobby, y fue demasiado tarde. Creo que, a fin de cuentas, extraño más a mi tía Juana que a mi propia madre”.




Guadalupe adoptó las funciones de su tía Juana en la recepción, y un día cualquiera conoció a Ismael López, un mercader proveniente de la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, al que ella define como su primer amor, y que se hospedaba en el hotel por vez primera. “Ismael… Siempre estaba bien vestido, hablaba correctamente, y yo le encantaba”, me cuenta entre risas y prosigue, “salimos un par de veces, y, cuando regresamos al hotel, me propuso irme a Tamaulipas con él”, continúa e inmediatamente los ojos se ensombrecen, “pero no acepté porque a la señora Marina no le caía bien Ismael. Decía que probablemente ya estuviera casado, que llegando a Tamaulipas me iba a abandonar. Así que Ismael dejó Tehuacán al día siguiente, y jamás volví a saber nada de él”.

La madre y los hermanos de Guadalupe se comunicaron con ella unos meses después, para comunicarle que Regina, su hermana, se había casado c|on un militar que les había propuesto mudarse a Baja California Sur. Guadalupe no aceptó la invitación que su familia entera le hacía, porque la señora Marina estaba muriendo de cáncer. Dos meses después, fallecería. Tampoco volvió a saber algo de su madre y sus hermanos. “Esa ha sido la época de mi vida más triste que he vivido. Mi familia estaba al otro lado del país y la señora Marina había fallecido. Yo tenía ya 28 años, y la gente decía que yo ya no me iba a casar. Así que lo acepté. Acepté que iba a estar sola para toda la vida”, lo dice con un temple admirable, sordo. Las manos le tiemblan, acomoda un par de zapatos que unos jóvenes acababan de mirar, y continúa: “Hay personas que nacimos para eso. No es que no necesitemos de otra persona, sino que aceptamos que ésta es nuestra naturaleza, nuestro modo de vida. A muchas personas les cuesta aceptarlo. A mí no.”

Tras la muerte de Marina, Guadalupe no abandonó su labor en el hotel. Se hizo costumbre que los huéspedes le dejaran un regalo tras su partida. Así junto muchas muñecas de las niñas que se hospedaban en él, y que, por supuesto, ella mimaba porque creía reproducir las escenas en las que Marina y ella jugaban. De vez en cuando, también, los huéspedes olvidaban ciertas cosas, y Guadalupe decidía conservarlas. Pares de zapatos, libros y otra clase de objetos se acumulaban en su colección.

Lamentablemente, tras 26 años de trabajar en el Hotel Madrid de Tehuacán, un día los sobrinos de la fallecida Marina Galicia llegaron a Tehuacán con una noticia terrible: “Yo no los conocía, pero me mostraron unos papeles que los validaban como dueños del hotel. Habían decidido venderlo a una cadena comercial, así que, en cuanto antes, el Hotel Madrid de Tehuacán sería demolido. “No los culpo porque sé que el hotel no era un negocio rentable para ellos; pero tampoco los recuerdo con mucho agrado, ya que, a fin de cuentas, el hotel fue derrumbado con una parte de mí dentro”, me cuenta e, irremediablemente, las lágrimas comienzan a brotarle. Guadalupe no llora demasiado. Saca de su delantal un pedazo de papel, seca sus lágrimas y se levanta a saludar a otra vendedora del tianguis.

Al ser demolido el Hotel Madrid de Tehuacán, Guadalupe partió con toda la colección de objetos regalados y olvidados que había acumulado, hacia la ciudad de Puebla, lugar donde una frecuente cliente del hotel le había prometido un empleo. Sin embargo, al llegar a Puebla, jamás encontró a la dicha cliente. Con el dinero que había acumulado tras trabajar en el hotel, Guadalupe rentó un cuarto en la colonia Xilotzingo y comenzó a buscar empleo. ”En realidad no sabía un oficio. Sabía lavar trastes, hacer el aseo, leer. Busqué trabajo en supermercados, pero a mi edad era muy difícil que me contrataran. Fue entonces como la dueña del cuarto en el que vivía me dijo del tianguis; ella había visto la colección de cosas que tenía, y me dijo que fácilmente podrían venderse en él”. Así fue como Guadalupe montó, por vez primera, el puesto donde ahora está sentada. No se ha movido un solo ápice desde entonces.

Sin embargo, el tiempo ha pasado. La propietaria del cuarto que Guadalupe rentaba murió, pero los hijos de ésta se encariñaron tanto con Guadalupe que le permitieron quedarse a vivir ahí. Guadalupe no sufrió, entonces,  problemas económicos, debido a que las cosas que vendía aún conservaban un buen estado, pero conforme pasaron los años, los zapatos se desgastaron, las pastas de los libros se arruinaron, las muñecas se llenaron de polvo. “No vendí mucho entonces. No vendo mucho ahora. Si saco para comer, me doy por bien servida. A fin de cuentas yo ya viví mucho. No tardo para reunirme con mi papá y mi mamá, Marina, y hasta quizá mis hermanitos. No lo sé.”, termina mientras empieza a recoger el anticuario urbano que montó horas atrás. Las fuerzas en las piernas se le agotan con la jornada laboral diaria y siempre existe alguien que le ayuda a guardar todo de nuevo en su cuarto.

Son ya las cinco de la tarde y veo a Guadalupe alejarse. Va cargando una muñeca con la mano izquierda, y con la derecha lleva la silla de madera que cargaba. Se han adelantado ya los voluntarios que recogieron por ella todas las cosas que pone en venta, las muñecas que le regalaban niñas de ojos brillantes, los zapatos que, quizá, perdieron mercaderes de Tamaulipas, los libros que le regaló una tutora española. Guadalupe vive con sus recuerdos, recuerdos materializados, recuerdos que le dan sustento en un modelo económico que se ha olvidado de ella.

Recuerdos a los que pronto se unirá.